miércoles, 24 de octubre de 2012

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La Mujer Herrada

La Mujer Herrada


Vivía en la ciudad de México un buen sacerdote, acompañado de su ama de llaves, quien se encargaba de las tareas domésticas.

Un herrero, el mejor amigo del buen capellán, desconfiaba instintivamente de la vieja ama de llaves, y así hubo de decírselo al cura, instándole repetidas veces para que la despidiera, aunque el sacerdote no llegó nunca a hacer caso de tales advertencias y consejos.

Una noche, cuando ya el herrero se había acostado, llamaron a su puerta violentamente, y al abrir encontróse con dos hombres de color que llevaban una mula. Aquellos hombres rogaron al herrero que pusiera herraduras al animal, que pertenecía a su buen amigo el sacerdote, quien había sido llamado inopinadamente para emprender un viaje.

Satisfizo el herrero el deseo de los desconocidos herrando la mula; y, cuando se alejaban, tuvo ocasión de ver que los indios castigaban cruelmente al animal.

Intrigado e inquieto pasó la noche el herrero, y a primera hora del día siguiente se encaminó a casa de su buen amigo el sacerdote. Largo rato estuvo llamando a la puerta de la casa, sin obtener respuesta, hasta que el capellán fue a franquearle el paso con ojos soñolientos, señal evidente de que acababa de abandonar el lecho. 

Enterado por el herrero de lo que sucedió aquella noche, le manifestó que él no había efectuado viaje alguno ni tampoco dado orden para que fueran a herrar la mula. Después, ya bien despierto, se rió el buen capellán muy a su gusto, de la broma de que había sido objeto el herrero. Ambos amigos fueron al cuarto del ama de llaves, por si ésta estaba en antecedentes de lo ocurrido.

Llamaron repetidas veces a la puerta, y como nadie les contestara, forzaron la cerradura y entraron en la habitación.

Un vago temor les invadía al franquear el umbral y una emoción terrible experimentaron al hallarse dentro del cuarto.

El espectáculo que se ofreció ante sus ojos era horrible. Sobre la cama, yacía el cadáver de la vieja ama de llaves que ostentaba, clavadas en sus pies y manos, las herraduras que el herrero había puesto la noche anterior a la mula.

Los aterrorizados amigos convinieron en que la desdichada mujer había cometido un gran pecado, y que los demonios, tomando el aspecto de indios, la habían convertido en mula para castigarla.


El Cristo de la Calavera.

El Cristo de la Calavera


El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-¿Y adónde iremos?
-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.
-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.


La calle de Don Juan Manuel

La calle de Don Juan Manuel


Cuenta la leyenda que hace muchos años vivía en Nueva España en una calle detrás del convento de San Bernardo un hombre llamado Don Juan Manuel de Solórzano, pero a pesar de ser un hombre acaudalado y de tener a una esposa bella e inteligente, el no era feliz pues no tenía descendientes; tanta era la tristeza que lo embargaba que decidió divorciarse de su esposa y tomar los hábitos en el convento de San Francisco, pero no tenía quién administrara sus negocios y le escribió a su sobrino radicado en España para que viniera a cumplir esa tarea.
Pero junto con el sobrino llegaron las dificultades en forma de celos a Don Juan Manuel, el cuál en su desesperación entregole su alma al Diablo a cambio de que le ayudara a descubrir quién lo deshonraba.

Siguiendo las indicaciones del Diablo, en punto de las 11:00pm el caballero salió a la calle decidido a dar muerte al primer transeúnte que se atravesara en su camino y así lo hizo. Al día siguiente feliz, pensando que había consumado su venganza el Diablo se le aparece y le dijo que la víctima de esa noche era inocente, pero debía continuar hasta que matara al culpable y como señal éste iba a aparecer al lado del cadáver.
Juan Manuel obedeció ciegamente y todas las noches salía a cumplir su sangrienta tarea en vuelto en una capa negra esperando la oportunidad; salía y preguntaba:
Perdone vuestra merced ¿Qué hora es?
Las once de la noche.
¡Dichosa su merced que sabe la hora en que va a morir!
Acto seguido se veía el brillo de un puñal, después un grito sofocado, el golpe del cadáver al caer y el asesino volviendo a u morada.

Muy temprano un día la ronda llevó a la casa del caballero el cadáver de su adorado sobrino asesinado por el; al verlo sintió un terrible remordimiento y fue al convento de san Francisco a confesar todos sus pecados; el fraile le puso como penitencia rezar durante 3 días el rosario al pie de la orca en punto de las once de la noche, para así poder ser absuelto de sus crímenes.

Don Juan fue la primera noche a cumplir su castigo y no había terminado el rosario cuando escuchó una voz de ultratumba:
¡Un padre nuestro y un Ave María por le alma de Don Juan Manuel!
Asustado salió corriendo a su casa y a la mañana siguiente contó al fraile lo sucedido y éste le ordenó regresar a cumplir su penitencia y cuando sintiera miedo hiciera la señal de la santa cruz.

Obedeciendo al fraile el caballero regresó al pie de la orca puntualmente, no había empezado su rezo cuando vio un cortejo fantasmal que con sirios encendidos conducían su propio cadáver en un ataúd.

Al otro día pidió al fraile su absolución por si moría antes de tiempo, el favor le fue concedido con la condición de que consumara su penitencia.

Esa noche fue Juan Manuel puntual a su cita, que sería la última; nadie sabe que pasó esa noche, pues al otro día amaneció Don Juan Manuel colgado de la orca, se dice que los ángeles lo colgaron, pero a ciencia cierta no se sabe que fue lo último que vio ésta alma penitente, solo el y Dios lo saben…




La Planchada

La leyenda de la Planchada.

Se dice que el fantasma de La Planchada se aparece cuando algún enfermo no ha tomado sus medicamentos, ya sea por negligencia de las enfermeras o por cualquier otro motivo. En varias ocasiones los enfermos argumentan que ya han tomado sus medicamentos, cuando en realidad el fantasma de la enfermera en turno no había suministrado medicamento alguno. Y en efecto, dada la descripción de esta enfermera, que pocos pacientes y enfermeras han conseguido ver, ha atendido a sus enfermos. La leyenda de terror dice que esta enfermera trataba mal a los enfermos, aventaba sus medicamentos y era muy estricta; se dice que es su espíritu el que vaga en el viejo inmueble, cuidando que los enfermos que están ahí se encuentren bien, en castigo a tal crueldad que tenía con los mismos cuando vivía. Hay ocasiones en que las enfermeras del turno de la noche, al hacer guardia se han quedado dormidas, y precipitadamente las han despertado sintiendo un golpe con la palma de la mano en sus cabezas. Estas al despertar, no ven a nadie a su alrededor, solo sienten escalofríos y ven los largos y viejos pasillos, quietos en la mitad de la noche en El Hospital Juárez del Centro en México.
En la dirección de este hospital, a la cual misteriosamente el paso es muy restringido, inclusive para los que ahí trabajan, se habla de un cuadro que se encuentra en una de las paredes; dicho cuadro, según dicen los internos del nosocomio, correspondería a esta enfermera de la cual, también misteriosamente, no se sabe casi nada, ni de dónde vino, ni cuando ingresó al hospital y ni cómo murió; solo se sabe que fue una mujer hermosa, de pelo corto y rubio, seria, pero sobre todo, estricta, siempre de uniforme blanco almidonado; caminando erguida por los pasillos. La enfermera Romy del Rayo Gordillo, dijo que a todo el personal le consta la existencia del fantasma que describió como una mujer alta, rubia, de ojos azules, con ropaje similar al usado en el Virreinato, pero que nadie desea hablar de ello, y su identidad es todo un misterio.


La LLorona

La leyenda de la llorona

Esta es una de las leyendas mas populares y de mayor tradición en nuestro país y se a ido transmitiendo  de generación en generación , recordemos que existen muchas versiones de esta popular leyenda, pero aquí les dejo una muy interesante, espero que les guste.


La leyenda de la llorona es 100% y orgullosamente mexicana, que ha prevalecido de generación en generación desde la época de la colonia hasta nuestros días, el origen de los hechos de esta leyenda es desconocido y con el pasar del tiempo se van cambiando las versiones, pero todas coinciden en lo mismo; “una mujer de vestido blanco que vaga por las orillas de los ríos y los cementerios, llorando su condena por haber cometido el peor de los pecados”.



al no tener nada mas que argumentarles, los dejo con la siguiente historia que espero les guste.




la llorona




a principios del siglo xvii existió en la ciudad de durango una hermosa mujer de nombre doña susana de leyva y borja, cuya extraordinaria belleza tenía deslumbrados a todos los jóvenes de la ciudad que la cortejaban incesantemente y deseaban correspondencia a su amor.




la dama que pisaba los veinte abriles, era consciente de su singular hermosura y con desdén poco usado descorazonaba a sus admiradores.




por esos años llegó a estos lugares, proveniente de la capital de la nueva españa, don gilberto hernández y rubio de martínez y nevárez, joven apuesto y elegante, de rancio abolengo y noble linaje, caballero de la orden de santiago y oidor del santo oficio, quien cabalgando un corcel negro de pura sangre, se encontró con doña susana precisamente en la plaza mayor frente a la catedral, lo que ahora es la plaza de armas. al contemplar el caballero la belleza única de doña susana, bajó de su caballo y extendió su capa sobre el piso para que pisara sobre ella la mujer del relato.




el hecho y los decires del noble origen de don gilberto, impresionaron a la dama que correspondió con femenil sonrisa a la gallarda acción del joven pretendiente.




el noviazgo se formalizó, pero al advertirlo don pedro de leyva y quirino, padre de la muchacha, la reprendió severamente prohibiéndole de manera terminante toda pretensión de matrimonio con un hombre español de sangre pura. aunque la joven exigió las razones de tal prohibición, don pedro se concretó a contestar:




no tengo por qué darte explicaciones ni se las daré a nadie, simplemente es una orden que debes cumplir.




doña susana se encontraba perdidamente enamorada de don gilberto, razón por la que optó por huir en brazos de su amado una noche oscura y lluviosa.

en las afueras de la ciudad el enamorado improvisó una casa de campo, situada más o menos en lo que ahora es el crucero de las calles negrete y regato, donde estableció su nido de amor con la encantadora dama.



el tiempo pasó y pronto la pareja en amasiato procreó tres hijos que eran el encanto de la madre, quien frecuentemente le pedía al varón legalizar la unión marital para poder dar nombre sin afrenta a sus tres vástagos. don gilberto como única respuesta, solamente le daba un beso ala amada y le ponía en sus manos algunas monedas de oro.




un domingo, cuando la mujer asistía a misa al templo mayor de la ciudad, después del evangelio escuchó correr las amonestaciones, en las que el cura con voz serena anunció:




la noble señorita doña marcela jiménez de alanís y ballesteros se propone contraer matrimonio con don gilberto hernández y rubio de martínez y nevárez, caballero de la orden de santiago y oidor del santo oficio... etc.




doña susana no creía lo que escuchaba, al mismo tiempo que todas las miradas de la concurrencia se concentraron en su persona y los cuchicheos en coro la señalaban burlonamente.




al salir del templo, tomó un coche y ordenó al cochero conducirla a casa de don gilberto, situada en ese tiempo más o menos en lo que ahora es la calle de hidalgo entre pino y cinco de febrero.




no le reclamó la traición, solamente le pidió que no la abandonara a ella por sus hijos, que siguiera sosteniendo a quienes eran de su sangre.




el hombre iracundo le dijo:




no vuelvas a cruzarte en mi camino, eres indigna de mi linaje… tú eres una mestiza… hija de una india indeseable. tu padre hizo mal en darte el nombre que no mereces.




le dio un golpe con la pesada bota, cuando la mujer postrada de rodillas lo abrazaba de las piernas implorándole su protección.




la mujer rodó por el suelo, humillada y herida en lo más profundo de la dignidad humana.




dos domingos después, cuando los esponsales se realizaban con toda elegancia y solemnidad, en el preciso momento en que el sacerdote pedía a los contrayentes que manifestaran su voluntad para la unión, una dama elegante se acercó discretamente a la pareja y simulando que pretendía colocar el lazo, sepultó en repetidas ocasiones un afilado puñal sobre el pecho y espalda del novio y la novia, que cayeron pesadamente sobre el suelo, bañados en sangre.




la mujer se escurrió entre la confundida multitud, salió del templo y enloquecida corrió por la calle hasta llegar a su casa. tanto por el rencor del despecho, como porque sabía lo que le esperaba ante el tribunal del santo oficio, doña susana llegó a su casa, tomó a sus tres hijos y, antes de ser aprehendida por el alguacil y su gente, corrió rumbo al poniente tratando de ocultarse de la justicia.




no avanzó mucho, cuando llegó al arroyo entonces caudaloso, lo que ahora es la acequia grande, los perseguidores casi le dan alcance y en supremo intento de protesta contra las absurdas costumbres de la sociedad de la época, la mujer enloquecida degolló a sus hijos, los arrojó al arroyo y sepultándose la daga en el corazón puso fin a la quíntuple tragedia.




la ciudad entera enmudeció por lo ocurrido y, al anochecer de esa tarde de mayo en plenilunio, escuchó asombrada el aterrador lamento:




¡aaaaayyy! ¡aaaaayyy! ¡miiiis hijooooos! ¡¿donde están mis hijos?! ¡aaaaayyy!




el llanto recorrió toda la calle que ahora es negrete, y desde ese tiempo por más de dos siglos se llamó calle de la llorona.